domingo, 4 de enero de 2009

Llegar volando después de eternos aleteos a la ladera que conduce al valle donde nace el río que conduce al mar en el cual se encuentran dos ojos azules mirando su inmensidad que refleja el cielo celestemientras se dibuja en las aguas por sus vaivenes líquidos.
Gotitas de agua salada mojan las puntas de los dedos de los pies que se hunden en la arena blanca dejando tras de si huellas que pertenecen a un cuerpo delgado que rompe el aire al caminar.
Las ropas acarician la piel soleada y crepuscular rociando cada poro de atardecer, mientras el pelo se desenreda por las ondulantes corrientes oceánicas que se arremolinan en sentido contrario a las manecillas del reloj desdibujando cada segundo pegado en su frente.
Cuando la oscuridad enceguece sus pupilas este desaparece en la bruma del mar y se desintegra en espuma volviéndose parte de las mareas. La luna, que sabe que es la culpable de las mareas que abrazan la partida de nuestro caminante, llora cada noche luceros de cristal que adornan el cielo nocturno y le sirven de consuelo mientras humedecen sus lagrimales y penden de sus pestañas.

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